Jesús Cañadas, autor gaditano ya de renombre en España y con su propia web, parece que esta intentando escribir un libro en cada género, picando de aquí y de allí, nunca quedándose quieto en un solo ambiente. Aunque siempre dentro del tono del terror, esa parece, de momento, su única constante. El primer libro suyo que leí, Las tres muertes de Fermín Salvochea (ya reseñado en este blog), es una historia steampunk de fantasmas y mitos que cobran vida. Los nombres muertos (su primera publicación), es una historia de terror cósmico al más puro estilo Lovecraft (que pronto habré de leer). Y con Pronto será de noche tenemos una fusión de novela negra y novela apocalíptica (no post-apocalíptica, el apocalipsis no ha pasado ya y estamos en las secuelas, está pasando en este momento).
La historia comienza en algún momento cualquiera de nuestro tiempo, mañana por ejemplo. Y el fin del mundo ha comenzado, la catástrofe que terminará con toda la vida en la tierra ya está aquí. Y no existe probabilidad de supervivencia. No sabemos qué ha ocurrido, no sabemos que es lo que nos destruirá (aunque los personajes sí parecen saberlo), solo que ese final es seguro. Y de este modo el autor nos sumerge en un ambiente de ambigüedad que resulta tremendamente aprensivo y desasosegante. Y en esta situación, gran parte de la población se ha lanzado a la carretera, buscando llegar a un punto o a otro, cada uno en una huida catártica personal. Ver el mar de tu infancia una última vez, llegar al pueblo de tus padres para morir en tus raíces, simplemente huir sin objetivo ni plan concreto, por no quedarte quieto, etc. Esto provoca que se produzcan periódicos atascos en las carreteras, atascos que pueden llegar a durar días.
En uno de estos atascos convive
una pequeña comunidad móvil, formada por aquellas personas que han coincidido
en la carretera, y que se encuentran en los atascos. Una especie de pequeño
pueblo western pero en vez de las características
casas de madera, tenemos los coches (y una furgoneta y un autobús). Y en esta
comunidad, un hombre ha muerto. El medico (nunca llegamos a saber su nombre) ha
sido asesinado, estrangulado dentro de su coche cerrado.
No hay consecuencias, se dice. No hay represalias. No con eso que
tienen detrás. Esto es lo que pasa cuando el mundo se acaba. Ya les han condenado
a todos a muerte. No habrá nadie que les recuerde por lo que hicieron o dejaron
de hacer.
Samuel, un antiguo policía, decide cargar sobre sus hombros la tarea de encontrar al asesino, y proteger a esta gente, y pronto descubre que el asesino tiene que ser un miembro de su pequeña comunidad. Alfonso, el taxista sucio y asqueroso. Tote, el jovenzuelo inútil. Inés, la abnegada profesora de religión que lleva sus espaldas un autobús lleno de críos, en un éxodo que sabe que terminara con la muerte. Abreu, el periodista arribista y chulesco que aún guarda esperanza. Ruth, una amargada e iracunda mujer. Alicia, una mujer embarazada. Cándido, el abuelito recién llegado al grupo desde otra zona de la carretera, inteligente y que siempre parece saber de más. Y el hippie, siempre escondido en su furgoneta y que nunca sale, ni siquiera conocen su nombre o su cara. Samuel NECESITA encontrar al asesino como prueba final de que su vida ha valido para algo, aunque sea ahora, en el tiempo de descuento. Necesita sentir que captura al villano y salva a esa gente, aunque muchos no le caen bien.
El ambiente cambia a lo largo de
la novela, ya que a veces, la caravana se pone en marcha. El asesino no es la única
amenaza a la que se enfrentan Samuel y el resto, más bien realmente es casi la más
pequeña. Casi intrascendente, frente al siniestro y ambiguo apocalipsis que les
persigue. Los protas se vuelcan en el miedo por acabar siendo víctimas de esa
persona, para olvidar que están huyendo de algo mucho más terrible. Además,
gran parte de la humanidad, ante el fin inminente, se han entregado a la
barbarie histérica. Una humanidad terrible que pretende morir entregándose a
todo lo prohibido, a sus instintos más bajos. Canibalismo, brutalidad, orgias y
violaciones, ritualismo. La amenaza de esos seres humanos infrahumanos acecha
durante toda la novela, y poco a poco, mientras avanzan, iremos encontrando
muestras siniestras de que se encuentran muy cerca, de que están penetrando en
sus territorios. La escena en la que encuentran el toro de Osborne (las típicas
vallas publicitarias con la silueta de un toro que pueblan el paisaje de las
carreteras españolas, un símbolo cuasi-primordial y ancestral de nuestra
sociedad española contemporánea) con la cruz tallada con una radial, lo que
sale en la portada, es sobrecogedora.
Los gritos de agonía de la gente, las suplicas, la melodía del terror
en gargantas que, esta noche, se enfrentan a algo peor que el fin del mundo. La
canción del fuego en el aire helado lleva encerrado el llanto infinito de esos
cientos de gargantas.
Mientras se van sucediendo las últimas
experiencias vitales de estos protagonistas (algunas de ellas Samuel las
descubre, otras no) conoceremos sus secretos, muchos de ellos oscuros y
terribles (y no solo el asesino, que se revela al final, otros también tela,
casi peores). Y más muertes se suceden, el asesino ya no puede detenerse.
Se trata de una historia de
personas normales y corrientes enfrentando el fin de los tiempos. Con sus claroscuros,
sus miedos, sus traumas, y sus pequeñas habilidades, nadie destaca por su
bondad o por habilidades especiales, aunque alguno sí que representa más el
arquetipo de deshecho social, escoria humana.
El tema del apocalipsis se mezcla
con el del crimen al más puro estilo novela negra, en un ambiente sórdido y
violento, absolutamente carente de cualquier tipo de magia. Aunque hay un
cierto acento onírico que se lee por debajo del texto, aportado por ese apocalipsis
que se avecina y que todos están viendo llegar. Es como que en el fondo todos
saben que en realidad todo da igual, que sus esfuerzos son inútiles, porque van
a morir igual. Y pal caso patatas. Pero aun así, el impulso de la humanidad es
tratar de hacer algo. Lo que sea. Mantenerse en movimiento. Cañadas de este
modo nos habla de los deseos, miedos e impulsos humanos frente a la muerte, en
que nos puede convertir la seguridad de que vamos a morir. El libro se
constituye de este modo en casi un experimento social, hiperrealista pese a la
subrealidad que concede ese fin del mundo desconocido. Cañadas juega un poco a ser
Dios. Y el acento de la carretera y los coches en un atasco hace que parezca
una road movie, pero a cámara lenta.
Las fichas se mueven como si alguien estuviera jugando. Pero no es
verdad. Nadie juega. Todas las partidas se han perdido. Tabula rasa.
Además de esto, podemos observar
el clásico misterio de habitación cerrada, solo que en vez de una
habitación, es un coche (el del médico). Por otro lado, también es muy evidente
como el autor extrae inspiración de La carretera
de Cormac McCarthy: los protagonistas en éxodo; la humanidad devastada; una
porción de las personas convertidas en bestias humanas, caníbales y brutales; la
propia carretera como ambiente primordial. Aunque a mi parecer, supera a la
novela de McCarthy, es más pura, con más ira, más mística. Se centra menos en
el drama y la tragedia, como ocurre con el padre y el hijo de La carretera, y más en lo incognoscible
del fin que se acerca de forma inexorable y en la filosofía acerca de esto.
Viven todos en un lugar que no es ningún lugar. Avanzando en el mismo sitio.
Esta llanura infinita.
El propio título de la novela, Pronto será de noche hace referencia a
la nula importancia que tiene que se haga de noche. Total, se hará de noche,
pero vamos a morir igual.
Pronto será de noche, pero no habrá diferencia. El cielo seguirá teniendo
ese color incómodo.
Somos un puñado de desgraciados atrapados en una autopista. Tampoco
creo que merezca la pena contar nuestra historia.
Creo que es una novela
recomendable, muy entretenida y bien trabajada, muy bien diseñada. Cuando la
terminas, cierras la tapa, y te quedas un rato pensando “a ver, que ¿he leído?”.
Y reflexionas. Además, no es larga, 252 paginas. Cañadas cumple todos los
objetivos de lo que quería reflejar. Es sórdida, descarnada, brutal, terrible. Claustrofóbica,
lo que genera un ambiente intimista en ese “espacio cerrado” que crea el autor.
En alguna escena dices “me cago en la puta, yo me vuelo los sesos y acabo ya”. Sin
embargo, a veces ese acento sobre la lentitud del atasco, que el autor
transmite adecuadamente al tono de la novela, hace que a veces resulte pesada,
o que sientas que la trama avanza lentamente. Aun así, merece la pena. Merece la
pena incluso la sensación de mala leche que se queda por no conocer que cojones
pasó en el mundo, que fue lo que acabó con todo. Pero no importa que fuera,
Cañadas no está contando la historia de eso, está contando el capítulo final de
unos cualquiera mientras ese fin viene. Me gustó muchísimo mas Las tres muertes de Fermín Salvochea, es una obra mucho mas afín a mi, pero esta también es muy buena.
La novela ha sido publicada por
Valdemar, en su colección Insomnia (concretamente es el número 8 de la
colección), y se vende por 19.50 €. La portada obra de Oscar Sanmartín, con ese
ominoso toro con la cruz tallada sobre él, refleja a la perfección toda la
novela. La resume en una sola imagen. Y es genial.
El fin del mundo pasa cada vez que alguien muere.